sábado, 7 de enero de 2012

El Sacramento del altar, nos invita al compromiso


Eucaristía y dimensión social de la fe

"El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la construcción del mundo"
Antonio Bravo Tisner

La existencia cristiana tiene su centro sacramental en la Eucaristía, en el sacramento de la fe. Ella articula la vida de la comunidad y de los creyentes. El compromiso del amor y del servicio tiene para el cristiano un fundamento cristológico y sacramental; pero esta verdad exige que la celebración del «sacramento del amor» no se reduzca a un mero rito o devoción.
Necesitamos recuperar el dinamismo profundo de la celebración eucarística, para evitar su fragmentación y parcialización. Y esto no resulta siempre fácil, pues nuestras mentalidades son tributarias de la cultura del fragmento y del instante, así como de comportamientos del pasado. Por ello se insiste que «la auténtica espiritualidad cristiana tiene que ser holística», esto es, que reconozca de manera explícita a la persona humana como un todo, superando la separación radical entre lo espiritual y lo humano, que tan nefastas consecuencias trajo para la vida y misión de la Iglesia.
El mismo Espíritu suscita en el hombre tanto «el anhelo de la morada celeste» como la entrega «al servicio temporal de los hombres», con el fin de preparar «el material del reino de los cielos». Y el Concilio añade a continuación: «Pero a todos los libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida humana, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios.
El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial.» (GS 38)
Benedicto XVI, en la exhortación apostólica, Sacramentum caritatis hace suya esta propuesta de los padres sinodales: «Los fieles cristianos necesitan una comprensión más profunda de las relaciones entre la Eucaristía y la vida cotidiana. La espiritualidad eucarística no es solamente participación en la Misa y devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera.» Y después de denunciar el fracaso de un modo de vivir «como si Dios no existiera», añade el Papa: «Hoy es necesario redescubrir que Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, sino una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos. Por eso la Eucaristía, como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, se tiene que traducir en espiritualidad, en vida "según el Espíritu" (cf. Rom 8, 4s; Gal 5, 16.25).
Resulta significativo que san Pablo, en el pasaje de la carta a los Romanos en que invita a vivir el nuevo culto espiritual, menciona al mismo tiempo la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y de pensar.» (77)
El Concilio Vaticano II enseñó: «ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía» (PO 6). Ella «aparece como la fuente y la culminación de la predicación evangélica» (PO 5). Es «centro y raíz de toda la vida» de los discípulos de Jesús (cf. PO 14). Pero esta centralidad, curiosamente, parece eclipsarse al tratar de la dimensión social de la fe. Uno queda sorprendido cuando va al índice del Compendio de la doctrina social de la Iglesia: la palabra Eucaristía no se encuentra. Y crece la sorpresa si buscas el término en el texto: sólo se encuentra, si no me equivoco, en dos números (539 y 542) y como de pasada.
Para superar este «divorcio» entre la celebración de la Eucaristía y la vida concreta de los cristianos, es urgente ahondar en el dinamismo del «sacramento de la nueva alianza», pues nos ofrece una nueva forma de comprender la dignidad del hombre y su desarrollo en la historia. Con el fin de evidenciar esto, evocaré en un primer momento la antropología que brota del sacramento de la fe. Luego explicitaré su dimensión mística y la manera de situarse ante los pobres. Dedicaré la tercera parte a la evangelización de los pobres a partir del misterio eucarístico. En la última parte explicitaré algunos aspectos de la dimensión social de la Eucaristía y la opción preferencial por los pobres de la tierra. Como acabo de sugerir es preciso superar la cultura del fragmento y del instante, para desarrollar una espiritualidad holística.
I EUCARISTÍA Y ANTROPOLOGÍA
El dinamismo de la celebración eucarística recuerda que la persona, fruto del amor, se realiza en la ofrenda a Dios y en el don a los demás, como lo viviera Jesús, el Hombre perfecto. «La vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.» (S C 88) La «antropología eucarística», por tanto, afirma: el hombre no se realiza en la autoafirmación frente a Dios y al hombre, sino en la relación y el reconocimiento del Otro y en el don de sí a los demás.
Como enseña la fe apostólica, Jesús es el verdadero icono o imagen de Dios. Por ello estamos destinados a reproducir la imagen del Hijo (cf. Rom 8, 29). Y esta imagen perfecta de Dios nos sale al encuentro de manera privilegiada en la Eucaristía. San Juan, en el discurso sobre el pan de la vida, pone en labios de Jesús estas palabras tan sublimes como significativas: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí. » (Jn 6, 56-57) El Hijo vive por el Padre o del Padre y para los demás. Cristo, el hombre perfecto, se realiza en la dependencia del que es su principio, del que lo engendra desde toda la eternidad, así como en el servicio a los demás por amor. Y lo mismo sucede con el discípulo: vive por el Hijo o del Hijo. La mutua inmanencia del Padre y del Hijo es la expresión de la relación a la que fue llamado el hombre por el amor creador de Dios. Y esta comunión funda precisamente «el ser para los demás».
La Eucaristía es la expresión acabada de la «pro-existencia filial»: vivir para Dios y para los hermanos. El hombre se realiza en la comunión filial y fraterna. La antropología que brota de la Eucaristía es una «antropología de comunión», con lo que nos hallamos en las antípodas de una «antropología de la competitividad» y de la «autonomía altiva», la propia de la globalización tal como la desarrolla la ideología neoliberal. Pablo expresa así el dinamismo antropológico de la fracción del pan: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1Cor 10, 17); y en el cuerpo ni puede haber independencia ni competitividad entre los miembros. En el cuerpo todos los miembros son interdependientes y todos necesitan de los demás para su perfecta realización como miembros del único cuerpo. La persona se realiza en el cuerpo, en la comunión.
El «sacramento de la alianza» introduce a los creyentes en el dinamismo propio de la comunión, y esto supone: Aprender a vivir del don de Dios y ser don para los demás. La antropología nacida de la Eucaristía afirma: Ya no basta con hacer cosas para los demás, es preciso darse y recibirse. El hombre sólo se realiza en el don mutuo, en aquella relación de inmanencia que vemos en el Padre y el Hijo. De ahí brota la importancia de cultivar el sentido del compartir fraterno y de la amistad con todos los llamados, lo sepan o no, a formar parte del pueblo de la alianza. Respetamos y afirmamos la dignidad del otro en la medida que damos y recibimos, que compartimos con él el camino de la vida. No es lo mismo hacer cosas por los demás, que compartir el camino y la vida con los otros.
Juan Pablo II expresó muy bien lo que pretendo recalcar: « Es la hora de un nueva « imaginación de la caridad », que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno.» (NMI 50) En la Eucaristía nos sentamos todos en la misma mesa y compartimos el mismo pan, para formar un solo cuerpo.
Quien se acerca con fe y verdad a la Eucaristía se deja incorporar a Cristo para formar en él con los demás una comunidad de vida y destino. La antropología eucarística, por tanto, proclama de manera rotunda el carácter social de la existencia del ser humano. En Cristo recibimos a los demás como hermanos y en Cristo nos damos a los demás. El dinamismo de la Eucaristía traza el camino a seguir para que el amor erótico vaya transformándose en el amor de agapé, mediante el cual se alcanza el deseo de trascendencia y realización a través del servicio y de la relación filial y fraterna.
En resumen, si el hombre viejo se caracteriza por la voluntad de autonomía e independencia, el hombre nuevo, tal como se da a conocer en la celebración eucarística, se caracteriza por la dependencia agradecida de Dios y la solidaridad gozosa con el resto de la humanidad. La Eucaristía nos incorpora a Jesús que se reveló plenamente en el lavatorio de los pies como «el doctor y maestro de la comunión y el servicio». Muchas de las antropologías que circulan entre nosotros son las propias del hombre viejo, aunque se pretendan modernas.
Es preciso volver a la Eucaristía para recuperar la novedad de la verdad de Dios y del hombre. Dios nos creó para la comunión y la libertad, no para la independencia y la voluntad de poder. Benedicto XVI ha puesto de relieve «el valor antropológico» que la celebración de la Eucaristía tiene para el cristiano en estos términos:
«El nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola: « Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios » (1 Co 10,31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rom 8,29 s.). Todo lo que hay de auténticamente humano -pensamientos y afectos, palabras y obras- encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud.
Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar todos los aspectos de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf. 1 Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios. » (S C 71)
El dinamismo de la Eucaristía afecta a la persona en su relación a Dios, al mundo y al hombre; pero también en la relación con uno mismo. Es preciso que el cristiano se comprenda, asuma y actúe a la luz de Aquél que nos es dado como comida y bebida de salvación, para desarrollar en el mundo nuestra vocación y misión. Es en la historia que el hombre se gana o se pierde. En la catequesis mistagógica necesitamos descubrir el camino de la verdadera realización del hombre tal como se desvela de forma progresiva en la Eucaristía.
II LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA EUCARISTÍA
La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La « mística » del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar. (DCE 13)
La Eucaristía adentra al cristiano en el auténtico sentido de la mística cristiana, esto es, del amor que el Espíritu Santo derrama en el corazón de los que creen y esperan en el Señor. El misticismo erróneo se caracteriza por el intento de salir del mundo para encontrarse con Dios; la mística cristiana, la propia del amor, introduce más radicalmente en el servicio al mundo, pero desde la libertad y el amor que se despliegan en el compromiso para transformar la realidad. Recalquemos algunos dinamismos de la mística eucarística.
En primer lugar, no hay Eucaristía sin encarnación. Porque el Hijo de Dios entró en la historia y asumió una carne semejante a la nuestra, es posible la Eucaristía. En ella se cumple de forma sublime esta afirmación de Juan Pablo II: «el cristianismo es la religión que ha entrado en la historia.» Sólo a la luz del abajamiento del amor se comprende bien la mística eucarística, que se expresa en el servicio desde el último lugar. En el cenáculo, en el momento de la institución del sacramento de la alianza, Jesús alertaba a sus discípulos para que no sirvieran desde el poder y los primeros puestos, al estilo del mundo (cf. Lc 22, 24-30). Él se despojó de su manto y sirvió como el último de los esclavos (cf. Jn 13, 1ss).
A la luz del misterio de la fe ya no se puede servir al pobre desde el poder, la riqueza o la prepotencia, sino ocupando el último lugar, haciendo de ellos nuestros maestros y señores. Hay que aprender a darse a ellos, sin por ello servir sus caprichos. En la Eucaristía Jesús nos sigue enriqueciendo con su pobreza, la que brota del amor y la gracia.
La mística eucarística, por otra parte, queda configurada por su tensión e impulso escatológico. La celebración del sacramento del altar no es sólo memorial del pasado, sino también memorial y prenda del futuro. El sacramento exige de los comensales anticipar aquí y ahora, según sus posibilidades, el futuro que sale a nuestro encuentro en Jesucristo resucitado de entre los muertos. Por ello la Eucaristía, lejos de apartar del mundo, urge a vivir una profunda dinámica de conversión y compromiso para transformar el mundo. «Anunciar la muerte del Señor «hasta que venga» (1 Co 11, 26), escribió Juan Pablo II, comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo «eucarística». Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20). (EDE 20)
El Concilio Vaticano II había afirmado: «La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo.» (GS 39) Pues bien, la Eucaristía anticipa de forma sacramental la tierra nueva, el reino de Dios en la tierra.
Puesto que la Eucaristía es «convite sagrado», los comensales deben vivir una auténtica fraternidad; más todavía son la Fraternidad llamada a ser signo en la tierra de la verdadera familia de los hijos de Dios. Todos los hermanos gozan de la misma dignidad y reciben el mismo pan. Dios reparte su pan por igual a todos. Como lo evoca la figura del maná, y se hace realidad en la Eucaristía: «y al pesar la ración, no sobraba al que había recogido más, ni faltaba al que había recogido menos: cada uno había recogido lo que necesitaba para comer.» (Ex 16, 18).
La mesa compartida es la expresión del banquete en que cada uno recibe lo necesario para su más plena realización. La Eucaristía fundamentaba el anhelo e ideal de la comunidad primitiva: «No había entre ellos ningún necesitado, porque quienes poseían terrenos o casas los vendían, y el dinero lo ponían a disposición de los apóstoles para repartirlo entre todos según las necesidades de cada uno.» (Hch 4, 34-35)
La mística del sacrificio. La Eucaristía asocia a la comunidad y a cada uno de los comensales a la ofrenda que Cristo realiza al Padre en favor de la humanidad perdida. El culto eucarístico no es un culto desencarnado. Afecta a la totalidad de la existencia humana. La celebración eucarística nos hace «vivir conscientes de la liberación traída por Cristo y desarrollar la propia vida como ofrenda de sí mismos a Dios, para que su victoria se manifieste plenamente a todos los hombres a través de una conducta renovada íntimamente.» (S C 72)
Quien se adentra en el dinamismo del sacrificio eucarístico, en su mística profunda, no vive para sí, sino para los demás en Cristo. Destierra de su vida la rivalidad y hace pasar los intereses de los demás antes de los propios, pues la Eucaristía nos hace compartir los sentimientos mismos del Cristo de la encarnación y de la pascua. El sacrificio transforma la existencia entera. En la plegaria IV pedimos al Señor: «Dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria.» El cuerpo se ofrece con su Cabeza para llevar al mundo los dones de la salvación.
III EL DINAMISMO EVANGELIZADOR DE LA EUCARISTÍA
Si la Eucaristía es «fuente y culmen» de la existencia y acción evangelizadora de la Iglesia, lo es porque en ella culminó la misión y vida del propio Jesús. Con excesiva frecuencia se piensa la «cena del Señor» como un momento más en su misión y vida, pero los evangelios presentan la realidad de forma diferente. San Lucas narra la institución de la Eucaristía como el punto en que desemboca la entera misión de Jesús. «Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: "Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios.» (Lc 22, 14-16)
No podemos aislar la Eucaristía del resto de la vida y misión de Jesús. El evangelista presenta a Jesús desde el inicio de su evangelio como enviado y ungido por Dios para hacer actualidad el anuncio profético: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia.» (Lc 4, 18-19) Con su presencia la profecía se cumple en la novedad. Jesús aparece como el siervo que sale a los caminos para convocar a los excluidos a la fiesta, pues los primeros invitados no acudieron al banquete en el momento señalado por el Señor.
La celebración eucarística, si no se reduce a un rito, comporta salir a las calles y plazas de la ciudad, y también a las encrucijadas de los caminos, para convocar a los excluidos al banquete de bodas, a la fiesta. La asamblea eucarística presupone siempre la convocatoria. Es preciso tomar la iniciativa en nombre de Dios para llamar a los que todavía no han sido invitados. En la parábola de la gran cena, Jesús, ante la palabra de uno de los comensales: «Bienaventurado el que coma en el reino de Dios», recuerda cómo el siervo es enviado, una y otra vez, para instar «a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos» a entrar en el banquete (cf. Lc 14, 15-24).
Llevar a la fiesta a los excluidos según los criterios mundanos y religiosos -y no sólo dar cosas- es lo propio de una Iglesia evangelizadora, de una Iglesia que actúa como la «samaritana». Aquella mujer se encontró con Jesús y salió corriendo en busca de los suyos para hacerles partícipes de la buena nueva: había encontrado al Mesías y quería compartir su alegría con su pueblo, al que llevó hacia él. La misión es testimonio, compartir la experiencia. Juan Pablo II expresó con gran acierto la importancia de conjugar la caridad de la palabra y de las obras. «Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como « en su casa ». ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del Reino? Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras.» (NMI 50)
Benedicto XVI, por su parte, insiste: la Eucaristía es vivida de forma fragmentaria si no nos lleva a compartir nuestra fe y encuentro con Jesucristo.
« Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él ». Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio eucarístico. En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: « Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera ». (S C 84)
Subrayar la relación intrínseca entre Eucaristía y misión nos ayuda a redescubrir también el contenido último de nuestro anuncio. Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón del pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo. No es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no ha dado todavía bastante. (S C 86)
Ya Pablo VI había recalcado cómo el cristiano se ha de comprometer en el desarrollo integral del hombre, lo que suponía hacer pasar nuestro mundo de condiciones menos humanas a condiciones más humanas, presentando la fe como la condición más humana. Releamos esta página decisiva para un verdadero humanismo integral:
« Si para llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos, cada vez en mayor número, para este mismo desarrollo se exige más todavía pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad, de la oración y de la contemplación. Así se podrá realizar, en toda su plenitud, el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas.
Menos humanas: Las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza (cf. Mt 5, 3), la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida de Dios vivo, Padre de todos los hombres. (PP 20-21)
La evangelización de los pobres es un signo mesiánico. Por ello, el pueblo mesiánico, que es la Iglesia, diluiría su identidad y viviría fragmentariamente la Eucaristía, si dejará de comunicar la buena nueva del amor de Dios a los hombres, si dejará de invitar a los excluidos a entrar en el banquete del reino de Dios, celebrado en el sacramento de la fe. Esta comunicación del amor de Dios se realiza por medio de obras y palabras. La misión de la Iglesia no se puede reducir a una de sus dimensiones. Ni el espiritualismo ni el asistencialismo ni el moralismo ni el sicologismo dan cuenta del sacramento del amor que es la Eucaristía. Ésta será vivida y celebrada siempre de forma fragmentaria, si no desarrolla una auténtica espiritualidad, una verdadera solidaridad, una ética o una real gratuidad en el servicio, pero el sacramento del amor urge también a los cristianos a hacer emerger el don de la fe en el corazón de los excluidos de nuestro mundo. No se trata de colonizar las conciencia ni de ser interesados en el servicio, pero el amor que no comparte el mayor de los dones que posee, la fe, quiere decir que no es auténtico.
Hoy se habla mucho de la nueva evangelización y será importante a través de una verdadera catequesis mistagógica poner de manifiesto la relación existente entre la Eucaristía y el anuncio de la buena nueva a los pobres, liberar a los oprimidos, dar la vista a los ciegos, anunciar un año de gracia para todos, poner en pie a los caídos y hacer saber una palabra de aliento a los cansados y oprimidos. Es la condición para que la Iglesia sea una comunidad evangelizada y evangelizadora. La evangelización, conviene recordarlo es obra de toda la comunidad y no sólo de algunos especialistas.
IV EL DINAMISMO SOCIAL DE LA EUCARISTÍA
La Iglesia, recreada continuamente por la Eucaristía en su condición de «sacramento universal de salvación», está llamada a manifestar y realizar el misterio del amor de Dios al hombre en lo concreto de la historia. (cf. GS 45). En la Eucaristía, «el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros» (DCE 14). San León Magno afirmaba de forma gráfica: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos» (Sermón 63). Y en otro sermón añadía: «La devoción que más agrada a Dios es la de preocuparse de los pobres» (Sermón 10). Si la Eucaristía es el pan de los pobres, el viático para los peregrinos, ¿cómo olvidar o menospreciar a los pobres en el momento de su celebración?
El «carácter social» de la «mística» del Sacramento se expresa tanto en la misión como en la acción social y caritativa de la comunidad eclesial y de cada uno de sus miembros. «En el "culto" mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma.» (DCE 14)
La fracción del pan y la koinonía
La fracción del pan y la koinonía se postulan mutuamente. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo es comunión con todos aquellos por los que él entregó su vida. ¿Cómo vivir la alianza con el Señor y dejar de lado a los necesitados? Ya en el Antiguo Testamento se nos dice que Dios no quiere que haya pobres en su pueblo, en el pueblo de la alianza, y si los hay los demás deben estar dispuestos a vivir una real solidaridad con ellos (cf. Dt 15, 1-11).
El pan eucarístico nos muestra que todos vivimos del don y de un don compartido, como he indicado al hablar de la comunidad primitiva. Apropiarse los bienes espirituales y materiales es ruptura de alianza, pecado. La koinonía, tal como se presenta en el Nuevo Testamento, no se limita a los creyentes, pues el Señor quiere reunir a todos en torno a la misma mesa. San Pablo descalificó con energía las asambleas eucarísticas, marcadas por la división y menosprecio de los indigentes: «El resultado de esas divisiones es que la cena que tomáis no es ya realmente la cena del Señor... ¿Por qué menospreciáis la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen nada?... Así pues, cualquiera que come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, comete un pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor.» (1Cor 11, 17-34)
Pero el compartir fraterno que brota de la fracción del pan no se reduce a compartir algunos bienes materiales y espirituales. Es preciso compartir la existencia entera de los hombres, como enseñó el Concilio Vaticano II:
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente intima y realmente solidaria del género humano y de su historia. (GS 1)
La fracción del pan ha incluido siempre la solidaridad y el compartir fraterno de los bienes materiales; pero también el compartir de los bienes espirituales, así como las luchas y pruebas de la vida. Es preciso compartir también el trabajo y las luchas de los hombres para preparar el material del reino de Dios. El Espíritu no sólo transforma los elementos provenientes de la tierra y del trabajo de los hombres, sino que transforma el grupo humano en verdadera comunión.
El sacramento de la comunión nos estimula y urge a superar la misma solidaridad, para adentrarnos en la dinámica propiamente cristiana de la comunión. Juan Pablo II afirmó en la encíclica SRS: La solidaridad nos ayuda a ver al « otro » -persona, pueblo o Nación-, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un « semejante » nuestro, una « ayuda » (cf. Gén 2, 18. 20), para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos.
Y después de recalcar que la «solidaridad es sin duda una virtud cristiana.» añadía:
A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacrificio, incluso extremo: « dar la vida por los hermanos » (cf. 1 Jn 3, 16). (SRS 39-40)
La Eucaristía, en una sociedad plural e intercultural, debe ser un signo de la unidad que Dios quiere para la familia humana. En este sentido la celebración del sacramento de la unidad está llamada a reunir a hombres y mujeres de los diferentes pueblos y culturas que se encuentran en un lugar y espacio determinado. La Eucaristía puede y debe ser un signo e instrumento de la verdadera integración del inmigrante en nuestro pueblo y sociedad. Un signo profético, pues el creyente que viene de otra cultura y pueblo, se sienta en la mesa eucarística como un hermano, al que me entrego y al que recibo para enriquecernos y complementarnos mutuamente. La Eucaristía nos habla de comunión de personas en Cristo y no de absorción o asimilación en función de unos intereses funcionales de los inmigrantes. La pastoral de lo inmigrantes entiendo que debe ser repensada continuamente a la luz de la cena del Señor, en la que los discípulos quedan unidos en el cuerpo y la sangre de Cristo, quedan constituidos en su cuerpo, pues se alimentan del mismo pan.
Conversión y transformación de la realidad
Como ya he indicado la tensión escatológica de la Eucaristía introduce a los participantes en la lógica del don de sí a Dios y a los demás, lo que supone adentrarse en el dinamismo de la conversión. Seguir a Jesús en el don de él mismo no puede hacerse sin un salir de uno mismo, sin un vivir con seriedad y alegría la libertad del amor, por la que nos hacemos siervos y esclavos de los demás. La conversión consiste en hacerse junto con Jesús en buen pan para los hambrientos de pan, justicia y dignidad.
Ahora bien, la auténtica conversión lleva parejo el compromiso de transformar la realidad de acuerdo con el proyecto de Dios. El deseo de que exista una verdadera comunión entre los hombres y los pueblos, que se establezcan verdaderas relaciones de paz y justicia, de reconciliación y solidaridad. La persona realmente eucarística se compromete a eliminar las «estructuras de pecado» e injusticia, pues se siente urgida a transformar en vida lo que celebra en el altar. La Misa nos reenvía al mundo para prolongar en la historia el verdadero culto razonable, esto es, la transformación de la mente, del obrar, de las estructuras y de la creación entera, para alumbrar unas nuevas relaciones entre los pueblos y las personas.
En una sociedad donde prevalece el principio de la competitividad, la persona eucarística trabajará para que el principio de la comunión rija las relaciones sociales, culturales y económicas. En efecto, cuando se instaura en la sociedad el principio de la competitividad (es muy diferente hablar de la competencia con que las personas deben llevar a cabo su misión y trabajo), se generan relaciones de fuerza y poder, donde los más débiles llevan las de perder.
En efecto, el principio de la competitividad, que ha llegado a ser la norma del progreso y del crecimiento, es contrario al «humanismo integral», pues exalta a los fuertes y poderosos; favorece el aumento de los excluidos en nuestro mundo; estimula el individualismo y destruye el sentido de la comunidad y de la fraternidad. Hace perder el sentido de la gratuidad y de la verdad, para propiciar la lógica del oportunismo, del consumo y de la evasión. La Eucaristía recuerda que los más fuertes han de cargar con las flaquezas de los más débiles. «Allí donde se comparte, nadie vive en la necesidad; donde reinan la avaricia y el egoísmo, todos estarán continuamente en la necesidad, puesto que nada llega a satisfacer a las personas egoístas.»
Pero todo esto no es algo espontáneo y exige un trabajo incansable de la parte de los discípulos de Jesús, que sigue diciéndonos: «Dadles vosotros de comer... Haced que se sienten en grupos». Los discípulos recibieron de las manos de Jesús los panes y los peces para distribuirlos entre la gente hambrienta. La Eucaristía tiene un gran potencial crítico, social, político y religioso, ya que pone en tela de juicio cualquier situación que se oponga al Reino de Dios.
La nueva «imaginación de la caridad» nacida de la Eucaristía
La Eucaristía se ha presentado, con toda razón, como el pan de los pobres. Todos somos pobres ante el Señor, que nos da su «maná» para el camino de la libertad. La nueva imaginación de la caridad, planteada a la luz de la Eucaristía, debe hacer posible, a mi entender, que los cristianos descubran que no hay verdadera libertad para el mundo mientras haya víctimas de la injusticia y de la opresión. El camino de la libertad es preciso andarlo juntos, pues sólo en el seno del pueblo libre crece la libertad de la persona. Pero esto supone compartir las alegrías y las penas con un profundo sentido de fraternidad. El individualismo y el egoísmo se oponen de forma radical al dinamismo de la Eucaristía, una mesa compartida para vivir el dinamismo de la alianza, para que no haya excluidos o marginados en la vida.
Ahora bien esto supone ponerse al ritmo de los débiles y frágiles y no de los fuertes y poderosos. San Pablo era muy consciente de esto, cuando pedía a los fuertes cargar con las flaquezas de los débiles. Es una exigencia de la familia que quiere realizarse como tal familia. Y esto es válido tanto a nivel de las familias como de los pueblos y culturas. Cuando se privilegia el crecimiento de los grandes a costa de los débiles, aparecen las crisis y las violencias. Es una constatación de la historia de los pueblos y del pueblo de Israel. La celebración eucarística nos interpela para ser compañía de los desvalidos y vulnerables en nuestra sociedad y en el mundo.
Una dimensión importante del que comparte la vida de los pobres, es que asume y desarrolla un estilo profético de vida y acción. Denuncia la injusticia y sostiene la esperanza de los hombres y mujeres cansados y vejados. «Gracias al Misterio que celebramos deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el valor tan alto de cada persona». «El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre.» (S C 90). La denuncia profética alentada por la Eucaristía se ha de traducir en un estilo de vida pobre, en acción solidaria y en instituciones donde los pobres puedan afirmar su dignidad personal.
Sentarse con los pobres en torno a la misma mesa.
Si la Eucaristía nos hace entrar en el amor cercano y compasivo del corazón de Cristo, en sus entrañas de misericordia, será preciso que hagamos posible que las muchedumbres hambrientas y sedientas de pan, de dignidad y de Dios, accedan también a la mesa eucarística. Jesús en la Eucaristía nos asocia a su compasión por el hermano y la hermana, en particular por los más débiles y necesitados. Esto supone renovarse en el amor y servicio a los pobres, pues se olvida con frecuencia que Dios ha querido revelarse a los pequeños y sencillos, que ellos son los más dispuestos a responder a la invitación del Señor, que nos preceden en el reino de Dios, si no nos abrimos con la misma sencillez de ellos a la Palabra que invita a unos y otros a la conversión.
Esto supone servir a los pobres desde la sencillez, humildad y pobreza, pues el «Doctor de la comunión y el servicio» quiere seguir sirviendo a través nuestro desde el el último lugar. Para ello es preciso desterrar el paternalismo y reconocer en el rostro, a veces tan desfigurado de los pobres, el rostro mismo del Crucificado, un reflejo del misterio trinitario. Por ello, quien ama y sirve en la fe a los pobres contempla, escucha y sirve en ellos al pobre, como decía san Vicente Paul. No porque los pobres sean mejor que los otros, sino porque Cristo ha querido identificarse de modo particular con ellos. En ellos hay una presencia real de Cristo, una presencia sacramental, en cierto modo, como en la Eucaristía.
Como anticipo del banquete del reino de los cielos, la celebración eucarística no expresa toda su verdad si dejamos a los pobres en el umbral del banquete eucarístico. Cuando esto sucede no deberíamos plantearnos la cuestión si no estaremos haciendo de la fe una religión un tanto burguesa. En ese caso la Eucaristía pierde su fuerza profética. Dios da el pan bajado del cielo para que todos vivan por él, para que todos caminen en la verdad y la libertad, para que la comunidad eucarística sea un signo profético en medio de un mundo.
Sembrar de nuevo las semillas del Reino de Dios en la historia.
En ocasiones existe como una dicotomía entre el servicio, el anuncio explicito del Evangelio y la celebración litúrgica. Benedicto XVI ha insistido con fuerza sobre la necesidad de superar esta dicotomía. «La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (Kerigma-martyria), celebración de los sacramentos (Leiturgia) y servicio de la caridad (diakonía). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia.» (DCE 25)
La acción social y caritativa, por tanto, si es auténtica debe inscribirse en el horizonte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Por otra parte, la acción social y caritativa es ya evangelizadora y sacramental, pues a través de ella es como si Dios se sirviera de la comunidad de los discípulos para sembrar de nuevo las semillas del reino de Dios en la historia. Juan Pablo II, en el programa pastoral para nuestro milenio, lo expresa en estos términos:
«No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor, desde el momento que «con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre».
Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y materiales.» (NMI 49)
Solidaridad y comunión
Para concluir estas reflexiones, quiero insistir en el reto que tenemos delante de nosotros: «globalizar la solidaridad» y hacer que la Iglesia sea «casa y escuela de comunión». Pues bien, en el sacramento de la Eucaristía celebramos que Cristo ha derribado el muro de la enemistad y que ha hecho de los pueblos irreconciliables un solo pueblo, donde ya no hay griego y judío, autóctono o inmigrante, pues todos somos uno en el pan partido y compartido. La Iglesia que nace y celebra la Eucaristía es una comunión de personas iguales y diferentes. Por ello el sacramento del altar nos invita a una conversión profunda y un compromiso para transformar nuestro mundo y sostener la esperanza de los hombres en sus búsquedas y luchas. Juan Pablo II escribía en el programa pastoral para el actual milenio:
«Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes del carácter relativo de la historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la enseñanza del Concilio Vaticano II: « El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la construcción el mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber». (NMI 52) La Eucaristía es el alimento que nos posibilita y urge a llevar adelante este compromiso.